Hace algunos años entrevistamos a Andy Blade para el fanzine Mundo Subnormal, con motivo de la esperada visita de Eater a la capital del Imperio, de la mano de Antiguays (En Gira). La actuación se saldó con desiguales impresiones para los asistentes, pero un servidor tiene el recuerdo de pasarse toda ella saltando y berreando, puño en alto, en primera fila y rodeado de buenos amigos. Dejando mis memorias a un lado y volviendo a la entrevista, le preguntamos si se había interesado por el Oi, como el movimiento musical que recuperaba la rabia del Punk, tras el abrupto final de su banda allá por 1978. El, un tipo cínico donde los haya y cargado de amargor contra el mundo en general (motivos no le faltan), nos devolvió la cuestión: -¿Por qué habría de interesarme si no soy gordo, calvo, racista, ni apesto a orina?- Algunos años después tras leer su biografía, esa que tanto hemos alabado porque es la puta ostia, nos enteramos que se convirtió en un melenudo pasota aficionado a la holganza y a los opiáceos. Pero esa es otra historia de desafortunadas elecciones que no vamos a entrar a valorar hoy.
Esta ilustradora anécdota viene muy a cuento para exponeros un hecho que he venido observando en los últimos años: la paulatina desaparición de skin heads de nuestras callejones y otros espacios urbanos para gente con problemas de logopedia e integración. No obstante, y aunque sin poderlo asegurar con rotundidad, hemos oído que aún quedan algunos grupos de especímenes confinados en reservas rurales protegidas próximas a zonas con un marcado afán regionalista. Desde nuestro Gabinete de Estudios sobre Fauna Urbana (GEFU) vamos a tratar de analizar las posibles causas de esta catástrofe medioambiental, que puede traer serias consecuencias para el equilibrio de los hábitats metropolitanos y las heterogéneas especies que los pueblan.
La muerte de la clase obrera.
Cualquier persona sensata que haya visto documentales sabe que la fuerte identificación con el proletariado era uno de los principales pilares de sujeción de la cultura Skin. Jóvenes procedentes de extractos sociales depauperados y familias desestructuras eran la tropa que formaban esos ejércitos de soldados del asfalto que marchaban por las ciudades dispuestos a beberse la sociedad. O algo asi era, ¿no? En estos días que nos ha tocado vivir, la división de la ciudadanía en clases sociales ha quedado relegada a las novelas o a las series de ficción que hacen malabarismo con la memoria histórica. Hoy ya nadie se identifica con los valores de la clase trabajadora. Todo el mundo es propietario, encargado de algo, semidueño de su empresa, o presidente de su comunidad de vecinos. Y es que, ¿Quién querría identificarse con el que madruga, con el que debe pagar hasta por el sol que le quema la piel? Uf, que pereza… Y claro, la muchachada ya no disfruta de escuchar una música que les recuerda sin tregua una realidad que cuesta muchas hipotecas pintar de colorines. Mejor fantasear con un mundo de miles de quilates y coches tuneados por gangsta-raperos lenguaraces armados hasta los dientes. Y de ahí, a introducirse en el concupiscente mundo del Reggaeton y sus sinuosos frotamientos erógenos hay solo un click. El culto al ladrillo visto, que abunda en el extrarradio, no engancha igual, hay que entenderlo. Todo esto por no hablar de la estética de estibador portuario recién salido de la faena. Eso no lo compra ningún adolescente de esos que manejan los smartphones con soltura. Ni siquiera el imponente look de minero británico en las huelgas de 1984 consigue equipararse al porte que presentan esos futbolistas modernos en sus salas de fiesta glamourosas, con sus peinados desafiantes, rodeados de féminas ávidas de experiencias con las que labrarse un provenir en los programas del corazón. En este punto empieza la derrota del movimiento.
La cerveza es gastronomía.
Poned esta imagen en vuestra mente: tragos generosos de cerveza tibia, rodeados de secuaces que se zarandean ferozmente, y se ríen las gracias a voz en grito. Tirantes que se sueltan amenazando con saltar algún ojo mientras su dueño baila ska sin compasión. Terrorífico ¿verdad? Pues todo eso ha muerto. Hoy la cerveza es un vehículo para mostrar a tu entorno la destreza de tu paladar al identificar sabores tan dispares como esa variedad de ciruela que solo crece en California, o el aroma a tarta de jengibre que hacía tu abuela allá en las llanuras de Tuscaloosa. El ciudadano medio ya distingue entre los distintos tipos de lúpulo según el tamaño de su flor. Pero digo yo, ¿para que se necesita semejante cúmulo de información?¿Acaso los conocimientos sobre la mejor técnica para el malteado de cereales te salvará de una paliza si te gusta una banda calificada por las altas instancias como ambigua?¿Te ayudará en algo recitar de memoria el pantone completo de colores posibles para una cerveza si alguna vez coincidiste remotamente con alguien de pasado dudoso? Ya respondo yo: para nada. La cerveza, antaño generadora de amistad, jolgorio y unidad, ha sido arrebatada de las bocas de los jóvenes cabezas rapadas, siendo convertida en alta gastronomía solo digna para los bolsillos más exigentes. Esto genera clasismo y división entre la chavalada, que ya no se identifica con los valores de hermandad que infundía la sangre dorada, y se mueve confusa entre los gin-tonics de fantasía, los combinados de saldo y el calimocho del infierno. O como lo diría mi abuelo: -¡Que os estáis amariconando!-
El fin del enemigo natural.
Si hay algo que un skin aborrece, con todo el empuje de su eclipsada razón, son las rastas y la falta de aseo que implica el hábitat donde nacen y se desarrollan: los cuerpos de los hippies. Desde tiempos inmemorables ha sido el enemigo a batir. Podria decirse, incluso, que esos jóvenes felices y despreocupados que pretendían erradicar las calamidades del mundo con un mensaje de amor y paciencia, fueron una de las causas de su nacimiento. Su mensaje de ufana rebeldía campestre necesitaba una fuerza urbana que se opusiera con toda la contundencia de una cabeza afeitada y unas botas militares brillantes. A día de hoy, tanto mensaje como mensajeros han desaparecido de la geografía mundial, y con ello, el chivo expiatorio que nuestros protagonistas necesitaban para ejercitar sus habilidades en la pelea abusiva. Aunque el heredero de aquellos hippies podrían ser, salvando las distancias y en una versión menos bucólica, el movimiento Anarco-Punk, por no se qué clausulas legales que obligan a mantener inquebrantable la unidad entre punks y skins, nunca ha llegado a declararse la guerra abiertamente. Las nuevas generaciones, más identificadas con la ropa de las mutinacionales, no tiene tiempo para distinguirse con estéticas ni éticas del pasado, y en consecuencia los enemigos ya no surgen con la soltura de otras épocas. Pasarán años antes de que vuelva a verse enemistades tan feroces y viscerales.
La naranja ya no es mecánica.
La violencia asusta. Esto es así. El ir por esas calles de dios haciendo el asalvajado cuesta muchos dolores al día siguiente. Y desgraciadamente, alguna muerte de vez en cuando. Si bien el hooliganismo esta ahí con la sincera y dura vocación de recoger toda esa testosterona que se acumula en las sienes de la juventud, las agresiones vinculadas al skin promedio ha quedado relegada a las secciones de sucesos anecdóticos. Los medios de masas ya no hacen esos meticulosos estudios donde comparaban “tribus urbanas”, vestimentas identificativas y patrones de comportamientos semejantes en los que siempre sacaban las mismas conclusiones: si es diferente, es peligroso, y en consecuencia, hay que depositar el tratamiento a aplicar en nuestras expertas fuerzas de seguridad. Ya nadie cuestiona esa verdad. Lo cierto es que las gradas de los campos de fútbol han sido siempre un escenario habitual donde encontrar elementos rapados buscando semejantes con los que confraternizar y, quizá, ejecutar un poco de esa violencia gratuita que un día les hizo célebres. Pero en los últimos años, debido a la caricia continua de esa fuerza policial que mencionábamos, los esfuerzos por pasar desapercibidos ha conducido a una “casualización” del movimiento. Que por otra parte solo ha cambiado la fachada porque la violencia se ha recrudecido, no nos vamos a engañar. Resumiendo, la violencia no se destruye si no que se transforma, como la estética de quienes la ejercen, en este caso.
El triunfo del SuperYo.
No asustarse. Mis conocimientos de filosofía no dan para relacionar a los skins con complejas teorías freudianas. Por esta vez os habéis librado. Es un hecho que en el universo conocido no existe un movimiento juvenil que se haya mirado más a si mismo. Es físicamente imposible hallar una banda que no tenga entre su repertorio un mínimo de un par de temas dedicados a su amada, y demonizada por el mainstream, cultura. Loas a sus míticas batallas, a su implicación en la lucha por un cambio social (que no tengo idea de cual podría ser, ni creo que quisiera saberlo, con semejante vanguardia), a su fiereza en el combate, a su respeto a las banderas (cualquiera vale), al ensalzamiento a sus marcas de ropa… En fin, un derroche de egolatría como los que ya no quedan. Vale, pensaréis que toda condición adolescente pasa por la afirmación de si mismo contra todo lo demás. Es cierto, es parte del proceso de formarse una persona de bien, pero no es menos cierto que hay que avanzar a la siguiente etapa. Que no es que yo sepa cuál es, porque también sospecho haberme quedado algo retrasado, pero el problema viene cuando esos elementos que no han pasado de etapa son los modelos para las generaciones venideras. De acuerdo que donde mayor acumulación de skins de avanzada edad es en su lugar de origen, la pérfida Albión, y que es necesario viajar allí para hacerse una idea del futuro tenebroso que les espera. No es una buena fotografía, ya os lo digo yo, y os ahorro el viaje. Os remito al comentario de Andy Blade, al inicio de este artículo.
Y hasta aquí la exposición del porqué de la creciente evaporación del fenómeno skin en términos que todo el mundo puede entender. Supongo que llegará el día en que todo esto formará parte de un pasado romántico, y los recuerdos acerca de estos pintorescos habitantes de nuestras ciudades serán plasmados en biografías de personajes históricos como algún cargo electo del Partido Popular o en libros de historia novelada como El Capitán Alatriste, versión siglo XX. No queda otra solución que resignarse, admitir la degradación de la especie y disfrutar de la herencia recibida y de la música Oi! Un futuro lleno de nuevas tendencias y movimientos juveniles nos espera a la vuelta de la esquina, y hemos de estar dispuestos para recibirlo con el entusiasmo que merece. ¿No estáis emocionados?
El lehendakari.
Los skins no han muerto, sólo se han puesto chándal.
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